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El siguiente artículo, escrito por la consultora legal de H360, Larissa de Melo Itri, fue publicado originalmente en el periódico Folha de S.Paulo el 31 de octubre.

Faltando diez días para el inicio de la 30ª Conferencia de las Partes (COP30) de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), el gobernador del estado de Río de Janeiro, Cláudio Castro, promovió la mayor masacre jamás vista en este país.

Después de 24 horas del inicio de la «operación», ya contábamos al menos 121 muertos. Algunos con disparos de fusil, otros con manos y pies atados y marcas de puñaladas. No es guerra, es genocidio.

En el mismo mes en que se lanza la campaña sobre el Fondo de Reparación Histórica al pueblo negro, las fotos de la plaza de Penha muestran decenas de cuerpos alineados, casi todos negros.

Mientras Brasil gasta miles de millones para recibir autoridades de diversos países para la conferencia en Belém, otros miles de millones se gastan para fomentar las fuerzas de seguridad pública en Río de Janeiro. Y ahí surge el cuestionamiento: ¿qué tiene que ver la guerra contra las drogas con la cuestión climática?

Ante todo, es necesario distinguir conceptos que, propositalmente, son mezclados por el discurso oficial: «guerra contra las drogas» no es sinónimo de «combate al crimen organizado», tampoco se confunde con «tráfico». La guerra contra las drogas es una política de Estado que criminaliza sustancias y, con ellas, cuerpos y territorios. El tráfico es un fenómeno jurídico, económico y social que nace justamente de la prohibición—existe porque la guerra existe. Y el combate al crimen organizado, a su vez, debería apuntar a las estructuras de poder y lavado de dinero que se entrañan en los engranajes legales de la economía, la política y las instituciones públicas.

Lo que llaman «guerra contra las drogas» es, en verdad, una guerra contra personas. Una política de exterminio que opera en los mismos engranajes de la crisis climática: la lógica de que hay cuerpos, territorios y vidas que pueden ser sacrificados en nombre del orden y el control. En las favelas y periferias, donde el Estado llega por medio de vehículos blindados y no del saneamiento, la necropolítica se combina con la degradación ambiental—el helicóptero que sobrevuela también esparce polución; el alcantarillado a cielo abierto convive con la sangre derramada; la falta de políticas públicas condena a poblaciones enteras al hambre y a la contaminación.

La prohibición, además de matar, destruye. Moviliza mercados ilegales que deforestan bosques, contaminan ríos, explotan comunidades y alimentan la corrupción, que debilita la gobernanza ambiental. El mismo Estado que militariza los morros y extermina jóvenes negros es el que permite la devastación de biomas y el avance de la minería sobre tierras indígenas y quilombolas. Es el mismo proyecto de muerte, apenas con blancos diferentes.

Y aquí no podemos olvidar que esta lógica de «combate al crimen organizado» necesita de la responsabilización del Estado: el «Estado paralelo», como lo llaman, solo existe y se mantiene porque el «Estado-nación» falla cotidianamente en promover derechos básicos, conforme a nuestra Constitución Ciudadana, de las poblaciones históricamente vulnerabilizadas—e históricamente vulnerabilizadas por elección política de este Estado.

Hablar de justicia climática es, por lo tanto, hablar del fin de la guerra contra las drogas. No hay justicia ambiental posible en un país que legitima el asesinato en masa de su propia población bajo el pretexto de combatir sustancias. La justicia climática se construye también en la relación entre seres humanos y fallamos cuando aceptamos que unos mueran para que otros vivan con privilegios.

No hay guerra que haya salvado una sola vida. Lo que hay es la consolidación de un modelo de control que reproduce desigualdad, racismo y la destrucción social y ecológica en este país. La masacre de Penha y del Complexo do Alemão, a pocos días de la COP30, expone al mundo el abismo entre el discurso verde y la realidad roja de sangre de un país que aún no ha entendido que clima y vida son inseparables.

Larissa de Melo Itri
Abogada e investigadora, consultora jurídica en el Instituto Humanitas360; maestranda en criminología y derecho penitenciario por la Universidad de Barcelona

(Créditos de la foto: Tânia Rêgo/Agência Brasil)

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